las niguas, suerte de insectos cuya hembra penetra en la piel para depositar sus larvas que, al crecer, se van alimentando de la carne del huésped. “Está aposentada entre el cuero y la carne e comienza a comer de la forma de un arador e harto más; y después, cuando más allá está, más come”, escribió una de sus víctimas, un tal Gonzalo Fernández de Oviedo. La única forma de extraerlas era con un alfiler o una aguja y siempre antes de que abandonasen el estadio larvario. Después era muy difícil eliminarlas de la piel y su evolución solía conllevar la pérdida de los dedos o de los pies.
Junto a las niguas, la sífilis y la modorra. De la sífilis poco hay que decir, al tratarse de un mal muy conocido en Europa. No así en América, donde diezmó a la población indígena. En cuanto a la modorra, esta sí fue una enfermedad novedosa para los españoles. Los síntomas incluían apatía generalizada, somnolencia acompañada por fiebres, falta de apetito… y al final, la muerte.
Además de estas enfermedades, todos los conquistadores sufrieron períodos más o menos intensos de hambruna y de sed. Pese a lo bien planificadas de las expediciones, lo largo de las caminatas y los continuos percances menguaban las provisiones, obligando a los hombres a ingerir alimentos podridos, cortezas de árboles y hasta restos de sus compañeros muertos para sobrevivir. Famoso es ese episodio descrito por el expedicionario Ulrico Schmidel, relatando, cómo en el poblado de Santa María de los Buenos Aires, unos españoles aprovecharon la noche para rebanar los muslos y otras partes de tres compañeros suyos que yacían ahorcados por haberse comido un caballo para saciar su hambre.